lunes, 23 de abril de 2012

Desencuentro

Mi ojo es interceptado por hogares a cielo abierto de chicos atemporales con caras paspadas y mocos colgando; serán iletrados con padres que se olvidaron si alguna vez fue distinto.
Miradas que esperan nada, tan opacas como el pelo que el sol fue tiñendo de rubio amarillo y que, en la vereda, empapan a baldazos divertidos en bañeras que fueron tarros de pintura.
En el rojo del semáforo una mujer encara la calle con un bebé en brazos, muestra su cara  -que no sabe llorar-  y abre la mano para ver si una estrella cae del cielo; los que ya saben caminar son escoltas que obedecen a la mirada torva de la mujer.
Serán sus hijos. Y ella será su madre.
Los espío y repaso mis contradicciones.
Me conmuevo y me digo que no me  importa conmoverme; miro esos pies que en contacto con el pavimento desarrollaron mecanismos de defensa con la mugre que juntan día a día y vuelvo a interceptarme en mi propia mugre muy pequeño burguesa.
En el subte, una chica embarazada con un bebé en brazos, emite sonidos poco articulados y siento lástima por ella, y es lo que necesita para vender su estampita; la chica siente que el mundo le debe (y tiene razón) y yo siento que la vida está en deuda conmigo (y tengo razón).
Vuelve mi ojo a mi corazón y lo descubro enojado; y vuelve mi ojo a la foto dura que grabó su retina de la chica embarazada con el bebé, y me convenzo de que no tendría que someterme a su mirada lastimera porque en el fondo le reprocho que no tiene derecho a pedirme nada, que yo también sufro y ella con tanta liviandad me da la estampita.
Mis mecanismos represivos actúan como los de cualquier bien pensante y reprimen el sentimiento de injusticia que me genera que la chica no pueda cuidar de nada a estos nenes y sin embargo están ahí, en ronda. Aunque en seguidita los vuelva viejos.
Y los míos siguen estando ausentes.
Ya en la escalera del subte, cientos de pies se chocan y pisan al lado de tres caras de no más de 8 años, que duermen agotadas entre cartones. Nadie se detiene. Los chicos no se despiertan.
Estos chicos víctimas, hijos de abusados y abusadores del tiempo del juego, testigos mudos del desparpajo enriquecido de los habladores, instrumentos de trabajo de padres y madres que los exponen al desprecio y a la lástima, siempre fueron grandes.
Otra vez en La Paz ya no hay dos chicos que venden rosas, hay una nena que no me da tiempo a buscar una moneda y me apura con el gesto de la mano sobre la mesa, mientras su mirada temerosa  llega hasta la calle.
Es una lástima, vos y yo nos desencontramos.

1 comentario:

  1. Hermoso el texto! Me conmovió, lo mismo que el final del anterior! Felicitaciones

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